Premio a la vida y obra
de un periodista


Carlos Lleras Restrepo

Con justicia se ha elogiado, en muchas ocasiones, la creación por la compañía de Seguros Bolívar de los premios a la labor periodística, expreso reconocimiento de lo que los periódicos han representado en la vida de la nación colombiana y de la función trascendental que deben seguir cumpliendo ahora cuando los avances técnicos han multiplicado de manera enorme la capacidad para ordenar conocimiento y almacenarlo y producir informaciones y difundirlas.

La presencia del señor presidente de la República en el acto de hoy muestra, por su parte, la importancia que concede al libre y responsable ejercicio del periodismo y compromete nuestra gratitud, ya que, como lo ha expresado el doctor Cortés, son numerosos y complejos los problemas que ahora afronta el Gobierno y grande el esfuerzo que su consideración demanda del primer magistrado. Al exaltar con su presencia la importancia del periodismo libre, precisamente cuando están abiertos tantos campos para la polémica sobre las políticas gubernamentales, el doctor Betancur aparece, una vez más, como fidelísimo intérprete del sentimiento democrático.

A propósito del Premio a la Vida y Obra de un Periodista, que hoy tengo el honor de recibir, debo recordar que aquellos a quienes se ha otorgado en años anteriores tuvieron o aún tienen una actividad profesional mucho más larga y constante de la que yo he tenido y que ha elogiado hoy con generosidad sin límites el doctor Cortés. Gabriel Cano, Alejandro Galvis Galvis, Roberto García-Peña, Álvaro Gómez Hurtado, Juan Zuleta Ferrer, Juan B. Fernández, y los hijos de Plinio Mendoza Neira, fueron o son, ante todo, periodistas. Mi caso, si se exceptúan los últimos diez años, es bastante distinto. Atendí, todavía muy joven, a modestas tareas en la redacción de El Tiempo mientras adelantaba mis estudios de Derecho y Ciencias Políticas. Cuando emprendí la publicación de los Anales de Economía y Estadística y luego de la Revista de Hacienda, cumplí una tarea anexa a mi condición de funcionario público, y fue un acto derivado de la posición que entonces tenía como presidente de la Sociedad Económica de Amigos del País, el lanzamiento y dirección de La Nueva Economía. El oficio de periodista solo lo ejercí como director o editorialista del Mes Financiero y Económico por algunos meses y como colaborador de El Tiempo en materias económicas o cronista de variados sucesos en distintas épocas, principalmente durante mi residencia en México. Mi entrada a la dirección de El Tiempo y la fundación de Política y algo más obedecieron más a un imperativo político transitorio que a una inclinación profesional. En el primer caso, se trataba de defender el manejo internacional del Gobierno de Eduardo Santos en el cual participé con convicción muy honda y, en el segundo, de respaldar al primer Gobierno del Frente Nacional y de hacer respetar los compromisos sobre alternación en la presidencia de la República que había contraído mi partido. Claro está que, por fuerza de las circunstancias, tuve qué prestar atención a muchos detalles del oficio y como escribidor impenitente no me limité a los temas esenciales de aquellas campañas. Pero cerradas estas, me reincorporé a las faenas de la administración pública o a la dirección de mi partido, sin ánimo para volver a la dura tarea periodística que demandó la mayor parte de mi tiempo y de mis fuerzas en aquellas temporadas de duro batallar.

En realidad, no me he entregado en cuerpo y alma al periodismo sino durante los últimos diez años en la dirección de Nueva Frontera. Un grupo de amigos, a los cuales quiero hacer llegar de nuevo la expresión de mi gratitud, me ha acompañado desinteresadamente en esa empresa que me permite escapar del ocio aterrador de la jubilación y hacerme la ilusión de que sirvo a mis compatriotas aprovechando la experiencia de mi larga vida pública para examinar los problemas nacionales con objetividad, independencia y cierta inclinación didáctica acerca de la cual algo habré de decir.

El año pasado, atendiendo a una invitación que me extendió la Federación Iberoamericana de Asociaciones de Periodistas, diserté en Lima sobre el tema “Periodismo, política y democracia”. No podré menos de repetir hoy algo de lo que dije entonces. Al final de mi exposición surgió un amago de controversia. En el fondo de las argumentaciones de quien me interpeló estaba la idea de conceder a la noticia un valor casi exclusivo en la función periodística, desechando y casi condenando como contraria a la ética del oficio la función orientadora de la opinión pública que ha sido tan característica de la prensa colombiana y que, por supuesto, exige claridad y objetividad sumas. Pienso que son igualmente importantes la libertad de informar, el derecho a ser informado, la explicación, el comentario y la prédica razonada de soluciones, pero es innegable que la difusión de la noticia, en forma de que llegue prontamente al mayor número posible de personas, es el fenómeno más característico de la vida contemporánea. En el campo jurídico viene acompañado de una figura relativamente nueva: el derecho a tener acceso a las fuentes de información cuando de asuntos públicos se trata. Me estoy refiriendo, naturalmente, a lo que ocurre en el mundo democrático. En las llamadas impropiamente “republicas populares” el manejo de los medios de comunicación por el Estado forma parte del sistema. Al pueblo se le da una orientación acorde con el pensamiento oficial y la posibilidad de exponer opiniones discrepantes no existe o está sometida a las reglas rígidas del “centralismo democrático”. El influjo de los medios juega en un solo sentido para apoyar la observancia de una disciplina social que se conforme con las concepciones y planes de quienes manejan el sistema del partido. Las publicaciones extranjeras no pueden circular libremente y las transmisiones radiofónicas originadas en otros países son interferidas. Todo eso da unas características especiales a las relaciones entre el poder y los ciudadanos. En las democracias, las cuestiones que se plantean son de naturaleza muy diferente pues, aunque se garantiza la libertad de informar, hay razones de conveniencia pública a las que deben atender quienes manejan el respectivo medio y, en algunos casos, la ley ha tenido que imponer sanciones a ciertas formas de información que envuelven peligrosidad social como, por ejemplo, las que pisan el terreno del terrorismo económico, afectan la seguridad nacional o causan daño injusto a la honra o el patrimonio de los particulares.

Pero no voy a adentrarme ahora en el examen de cómo conciliar la libertad de prensa con la responsabilidad. Si bien en este país pueden señalarse casos dignos de reprobación pública, por lo general, como acaba de decirlo José Alejandro Cortés, el periodismo colombiano, escrito y hablado, ha sido honesto en la información. El tremendo aumento en la capacidad de difundir noticias reclama que esa tradición se mantenga y se purifique de sus fallas.

Corren parejas en el mundo de hoy la posibilidad infinitamente acaecida de transmitir noticias y la demanda del público por recibir esa información con la mayor rapidez posible y también con el mayor ahorro de esfuerzo. Como transmisiones de noticias, los medios audiovisuales no solo llegan hoy a un número muchísimo mayor de espectadores que de lectores de los periódicos escritos sino también de manera más inmediata. Es una evolución que tiene sus ventajas y sus peligros. En la explicación, el comentario y la orientación es, en cambio, indiscutible el papel preponderante de la prensa escrita. Hay una carrera de competencia pero también una cierta división del trabajo. En uno y en otro terreno se pueden y se deben introducir mejoras sustanciales.

También existe competencia entre los medios audiovisuales. La televisión contra la radio es el tema de un ameno y reciente artículo de Elisabeth Schemia en Le Nouvel Observateur. El anuncio que se acaba de hacer en Francia de que una de las tres cadenas de televisión podrá transmitir entre las siete y las nueve de la mañana ha causado una verdadera conmoción, viene “la guerra del desayuno” que enfrenta los intereses de las distintas cadenas y los de estas con los de la radio. Aumentará la disputa por la audiencia y los recursos publicitarios, y estos tienen un límite, como ya lo está sintiendo la televisión colombiana.

En otro terreno, lo que uno se pregunta es hasta qué punto la simple información, recibida entre sorbo y sorbo de café, puede descartar la lectura del comentario que explica y busca orientar. No parece por, por fortuna, repito, que sea ese el caso de Colombia. Claro que hay un número grande de compatriotas nuestros que tienen como única fuente de información a la radio y otro menor que ve y escucha los noticieros de la televisión. Pero los grandes diarios de Bogotá y de la provincia dedican al análisis de los problemas nacionales buena parte de sus columnas y se multiplica el número de las revistas hebdomadarias o mensuales. El fenómeno real parece ser el de que se ha incorporado al mundo de la información un número de personas incomparablemente mayor que el de hace unos pocos lustros. Un avance, claro está, necesarísimo y que complementa el ensanche cuantitativo del cuerpo electoral.

Voy a completar quinientas semanas de trabajo en Nueva Frontera y cuando me pregunto por qué persevero en esa empresa, ya va tan avanzado el otoño de mi vida, encuentro, ante todo, una explicación: la revista me obliga a reflexionar sobre los acontecimientos de la vida nacional e internacional y a expresar mis opiniones sobre los más importantes. He tenido el singular privilegio de que estas se reproduzcan en los principales diarios de los dos partidos y me atrevo a creer que tal distinción se debe a que, alejado ya casi por entero de las luchas partidarias, procuro indagar tan solo qué conviene más al bienestar del pueblo colombiano y al buen funcionamiento de las instituciones republicanas. De seguro me equivoco muchas veces y tengo algunos compañeros de humor endiablado cuyas pilatunas, aunque nunca tienen mala intención, molestan a ciertas personas demasiado sensibles: el cojo Hefestos y el bachiller Cleofás que me acompaño en las jornadas de 1962 y ahora ya está muy viejo. He ido vertiendo en la “Crónica de mi propia vida” un caudal heterogéneo de recuerdos y no pocas veces reseño libros nuevos que me llegan a las manos. Es algo a lo que me siento casi obligado para que la lectura no se me convierta en ese “vicio impune” del que habló alguien. He tenido la suerte de que me acompañen como codirectores primero Luis Carlos Galán y luego Pedro Gómez Valderrama, Patricia Lara y Gonzalo Canal Ramírez, quien tuvo influjo decisivo en la fundación de Nueva Frontera y recopiló en un tomo los Borradores para una historia de la república liberal. Conté, durante cierto tiempo, con la colaboración de María Teresa Herrán y ahora María Mercedes Carranza es la insuperable jefe de redacción. A ellos, a todos los otros colaboradores, a quienes han manejado la administración y a los abnegados accionistas, ya fieles suscriptores, debo la supervivencia de Nueva Frontera y el estar dando como periodista los últimos trancos de mi existencia. Singular fortuna la de haber sido premiado ahora por una profesión en la que tuve mi primer trabajo remunerado. Y con qué claridad viene hoy a mi recuerdo aquella noche de 1925 en que mi padre, a la hora de la sobremesa, me dijo: “Hablé con Eduardo Santos y ya resolvió que puedes ir a trabajar a El Tiempo desde el lunes próximo”. ¿Cómo podía imaginar entonces que años después sería miembro del gabinete del presidente Santos? ¿Cómo podría imaginar que sería director de El Tiempo y que, más tarde, cuando me hallaba en un obligado exilio, recibiría de aquel modelo de periodista una carta, fechada en París, en la que me invitaba a escribir una crónica semanal para el periódico que entonces renacía de sus cenizas? “Aún vive Maza”, me decía Santos con reconfortante optimismo. Todo esto revive hoy en mi memoria, como reviven el contenido de aquel único número de Democracia Liberal que redacté en 1947 con Darío Echandía y las reuniones de Política y algo más con Plinio Mendoza y Juan Lozano.

Los distinguidos miembros del Jurado han sido en extremo generosos al juzgar mi vida y mis trabajos como periodista. Quiero rendir de nuevo tributo a su benevolencia y también aplaudir el acierto con que adjudicaron los restantes premios a los periodistas aquí presentes de cuyo pulcro ejercicio profesional hizo merecido elogio José Alejandro Cortés.

Colombia señor Presidente Betancur, atraviesa por momentos difíciles y a resolver sus problemas y trazarle rumbos se ha aplicado usted con una laboriosidad infatigable. Es dura su tarea pero puede usted estar seguro de que encontrará colaboración en la patriótica prensa colombiana. Nunca la han negado nuestros periodistas a quien sirve con recta intención a los intereses de la República.